La titular del Paso Blanco puso el broche de oro en el desfile procesional del Viernes Santo

En lo más profundo del ser, allí donde solo tienen cabida los sentimientos y la razón es considerada una intrusa, reside una especie de tejedora de sueños. Un telar en el que, a través de las costuras que proporcionan las esperanzas, las ilusiones y los anhelos se van engendrando las más hermosas y sentidas palabras de amor, las melodías más sinceras.
Y crecen. Durante todo un año van germinando en el interior de cada alma blanca, van abonándose con los días en los que no falta un verso de agradecimiento por su protección; con los días en los que el solo recuerdo de su mirada al cielo se convierte en respuesta inmediata a una plegaria.
Y como cada primavera, esas palabras del amor más puro florecen en forma de piropo a la ‘Virgen Guapa’, la Virgen de la Amargura. ¿Qué lleva a que en ese brotar, después de un año, se llegue a paralizar la sangre del padre que porta a hombros a su hijo, de los abuelos que llevan años viendo su salida cogidos de la mano en el umbral de la Capilla del Rosario, de los jóvenes que empiezan a descubrir el privilegio de poder gozar de la Semana Santa lorquina, o de cada uno de los portapasos que la encumbran a la gloria de su pueblo?
De poco vale preguntárselo. ¡No interrogues a los sentimientos! No saben ni quieren saber de argumentos ni respuestas, solo de la anatomía de la pasión y el fervor con la que cada Viernes Santo se engalana la ciudad a su paso.
Y en la noche del pasado viernes volvió a ocurrir. De lo más íntimo de cada hombre y mujer blanca rebrotaron los discursos de amor. La Virgen de la Amargura se reencontraba con los lorquinos después de un año en el que su amparo ha sido para muchos de ellos la más eficaz de las ayudas.
Solemne y envuelta en una nube de pétalos de flores puso el colofón a una Semana Santa histórica porque así lo quiso el destino. Entre las más grandes muestras de devoción recorrió la carrera principal a hombros de sus portapasos y en el trono, realizado en los talleres de los Hermanos Caballero de Sevilla, en el que destacan las cartelas que enmarcan quince medallones con los misterios del Santísimo Rosario, realizados en marfil por el también artista sevillano Mariano Sánchez del Pino.
Cubierta por el palio que para ella ideara Emilio Felices entre 1910 y 1915, la Virgen de la Amargura transmitió esplendor en una noche en la que el Paso Blanco representó la hegemonía del cristianismo sobre el resto de civilizaciones. El cortejo religioso lo integraban otras imágenes de la cofradía como son San Juan Evangelista, patrón del Paso Blanco, y la Santa Mujer Verónica, portada exclusivamente por mujeres.
La descripción histórica que el Paso Blanco realiza cada año de la historia del cristianismo comenzó con el paso de la Infantería Romana, precedida por el estandarte de la Virgen del Rosario y una de las banderas de la cofradía. Tras la algarabía dejada en los palcos por los himnos blancos, hicieron su aparición los emperadores Octavio César Augusto, Teodosio El Grande, Flavio Valerio Constantino, Valerio Liciniano Licinio y Marco Aurelio Valerio Majencio.
Desfilaron sobre enganches de cuatro, cinco y hasta ocho caballos, con mantos en las tonalidades de los rojos, verdes y morados, y con motivos centrales alusivos al primer emperador de Roma, a Apolo y al águila de Marte.
Tras su estela, el grupo de Santa Elena, la Caballería Romana y la Caballería Imperial. El cortejo babilónico del rey Nabucodonosor, seguido del grupo de Esther y Asuero, estos dos personajes sobre sendas bigas, en la contextualización histórica, antes de dar entrada al extenso grupo de Israel, con los reyes David y Salomón y la fabulosa corte de la Reina de Saba que, sobre su majestuosa carroza, representó la prefiguración de la Epifanía del Señor. Toda esta fabulosa recreación bíblico-histórica destaca también por la belleza y riqueza de sus atuendos, con sensacionales bordados en oro y sedas.
Estaba próximo el final. El estandarte de San Juan Evangelista y la carroza de la Visión Apocalíptica de San Juan anunciaban que el momento más aguardado estaba cercano. La historia tenía que dejar paso a la protagonista indiscutible del Viernes Santo, la Virgen de la Amargura. Los pañuelos empezaban entonces a apretarse con más fuerza, las gargantas se preparaban para lanzar el penúltimo suspiro en forma de grito, y las almas se abrían para recibir el regalo más ansiado, el de ver a la ‘Virgen Guapa’ en procesión.
Todo se paralizó durante tres, cuatro o cinco minutos… poco importa. Y ya cuando solo era visible la parte posterior de su manto, esa tejedora de esperanzas que reside en cada ser volvió a retomar su actividad. Todo un año queda por delante para seguir cosiendo lo que dentro de 365 días volverán a ser muestras incontables de amor.

Fuente: La verdad