La virgen de la soledad recorrió las calles del casco antiguo heridas por los terremotos

En silencio, sufriendo como solo una madre puede hacerlo, con semblante sereno, con el dolor reflejado en su cara recorrió anoche la Virgen de la Soledad la vieja ciudad. Sus lágrimas parecían resbalar por su rostro a su paso por las callejuelas heridas de muerte tras los terremotos de mayo pasado. La penumbra, reinante en el recorrido por la marcha de viejas casas señoriales a las que aparecían adosadas las luminarias de hierro forjado, impregnó de recogimiento el momento.
En silencio y despacio, muy despacio, la imagen de advocación de las vírgenes dolorosas, emprendió su salida procesional que no se vio impedida por la lluvia que hizo acto de presencia solo unos instantes antes de iniciarse el cortejo. Su paso lento, ceremonioso, envuelto en ese halo de incertidumbre que hasta hace unos días llevaba a pensar que no podría ser la protagonista de este momento, llevó a que los más cercanos evitaran las lágrimas con pequeños suspiros, que a pesar de querer pasar desapercibidos se dejaban sentir en ese ambiente.
El golpe seco de las crucetas al dar el paso y el rasguño en los adoquines para seguir avanzando fueron los únicos sonidos en los primeros tramos en los que apenas unos pocos pudieron ser testigos del paso de la Soledad, por la estrechez de las calles. La sombra de la imagen, más estilizada que nunca, aparecía en los muros del antiguo colegio de la Purísima, que hoy ocupa el Conservatorio de Música Narciso Yepes -también cerrado- y en el que son bien visibles las grietas dejadas por los movimientos símicos de mayo pasado.
Y la Soledad, volvió a cruzar el Arco de la calle Cava. Lo hizo con tristeza, porque este es siempre el último tramo de la procesión, en el que aparece triunfante después de haber sido protagonista del paso por el Porche de San Antonio y ahí emprende la subida por el Carrerón hasta la Colegiata. Pero este año fue distinto. Su transitar por ese lugar estuvo repleto de nostalgia y la Colegiata, otrora esplendorosa y altiva, se veía anoche más pequeña.
Sus campanas enmudecieron aquel 11 de mayo. Su reloj ya no marca las horas por miedo a que el sonido pueda dañar el monumento y los inmuebles cercanos heridos aún. La Soledad procesionó bajo el Carrerón con la mirada perdida, mientras los dedos de sus manos se entrelazaban sobre su pecho. Los lorquinos y visitantes no pudieron evitar estremecerse al contemplar la escena.
Enfilando la calle de Santiago, pasada la Plaza de España, a lo lejos la torre de la iglesia de Santiago, recogida entre un amasijo de hierros para evitar su caída. La fachada del templo, a oscuras, parecía anoche querer pasar desapercibida. La calle Villaescusa, más estrecha que nunca por el andamio que sostiene el campanario de Santiago, dio paso a un nuevo trayecto del itinerario, por la calle Mata. Allí la procesión regresó a sus inicios, la calle Cava, y la titular de la Hermandad de la Curia volvió a refugiarse en la capilla de las Madres Mercedarias.
Hasta el sonido de los tambores parecía anoche que quería pasar desapercibido, de puntillas. Y en ese silencio sereno también se dejaron oir algunas risas infantiles, la de los ‘alguacilillos’, que precedían al trono y que portaban las llaves de la ciudad y el escudo de la Justicia.
Decenas de abogados, procuradores, jueces y funcionarios de Justicia, integrantes de la Hermandad de la Curia, portaron velas. Y junto al trono, un tercio de nazarenos vestidos con túnica negra y capa que asemeja a una toga, utilizada en los Tribunales de Justica por los profesionales del Derecho.
La Virgen lució su manto negro, bordado en sedas y oro, realizado en el taller de bordados del Paso Negro y que dirigió José López Gimeno. En él, además de aparecer los escudos de la Justicia y de Lorca, puede contemplarse un medallón central bordado íntegramente en sedas y representando a Jesús.
Durante su periplo por el casco antiguo fue portada a hombros en un sencillo trono de andas de Esteban Jiménez, escultor de Baza, por 18 portapasos. La imagen actual, es una talla del escultor José Sánchez Lozano de 1950. Este autor fue continuador de la escuela salzillesca de imaginería y artista de sorprendente habilidad técnica que se prodigó en esta tipología pasionista.
Representa el último de los siete dolores de la Virgen, el de la Soledad, tras la muerte y el entierro de su hijo. Su dolor se expresa con la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo y la mirada perdida.

Fuente: La Verdad
Foto: Paco Alonso